me descorrí la mampara de papel y me tropecé con el chino de siempre, al que esta vez acompañaban dos de sus congéneres. Pensé que iban a practicar conmigo las vistosas artes marciales que tanto realce han dado a su cinematografía y me cubrí la cabeza y otras partes sensibles como buenamente pude al tiempo que gritaba pidiendo socorro. Habló el chino. --Perdone que les interrumpa, ¿eh? --advertí que había depuesto su meliflua cadencia y que empleaba un prosaico acento de