aire purísimo, para que allí dentro aquellos dos ángeles terribles que flotaban sobre sus cabezas dominaran el mundo y la Historia a su arbitrio; quizá aquella misma Historia que fuera, bajo la luz, sin gestos fantasmagóricos, el guarda le relataba a Adriana por medio de terribles anécdotas. Dentro sólo quedaban los signos que pretendían ser divinos, pero que en realidad resultaban demoníacos. Marescu, entre una y otra actitud de sus acompañantes, completamente abstraído, parecía neutralizar con sus lápices,