Nasar, por supuesto. Polo Carrillo, el dueño de la planta eléctrica, pensaba que su serenidad no era inocencia sino cinismo. "Creía que su plata lo hacía intocable", me dijo. Fausta López, su mujer, comentó: "Como todos los turcos." Indalecio Pardo acababa de pasar por la tienda de Clotilde Armenta, y los gemelos le habían dicho que tan pronto como se fuera el obispo matarían a Santiago Nasar. Pensó, como tantos otros,
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