telo la puerta de su cuchitril: mujeres envueltas en chales y caftanes, individuos sombríos y ensimismados, manos y cabellos teñidos de alheña. Al llegar él y acomodarse en un escalón junto al último miembro de la cola, le observan con indiferencia, sin preguntarse qué hace allí. Nuestro hombre ha tenido, es verdad, la elemental precaución de cambiar su habitual sombrero de fieltro con un turbante amarillo adquirido por el módico precio de diez francos a un regatero