de estar de una casa conocida, donde las puertas no daban al dormitorio o al comedor sino a otro tipo de locales más animados: tiendas, cafés y cines. Y se deslizaban pacífica y rutinariamente, cogidas del brazo, observando con más o menos descaro el comportamiento de los muchachos conocidos y desconocidos y hablando de ellos por lo bajo. Este encuentro puntual, que acababa volviendo familiares todas las fisonomías, se atenía a un ritual muy curioso. Por ejemplo, en