en entrar y pedir un café con leche con churritos y pagar con el papel higiénico que llenaba el maletín, que a estos y peores desvaríos impele el hambre, pero me contuve. Los primeros clientes entraban y salían y yo los observaba para ver si alguno tenía cara de malhechor. Varios tenían cara de malhechor. A las diez y media el establecimiento bullía de parroquianos y decidí que había llegado el momento de hacer mi entrada. Me asaltaron mil temores y otras tantas incertidumbres