se detuvo en una estación. Abrí una ventana, me asomé, leí un letrero: Zagreb. Deambulaban por el andén pintorescos campesinos y vendedores de baratijas. Entre ellos vislumbré una presencia increíble: doña Salomé en persona, valijita en mano y con el aspecto de quien sehavestidodeapuro.Sinolallamabaenelacto, la perdería de vista, porque se encaminaba hacia la salida de la estación. Con la esperanza de que no fuera ella, me puse a gritar: