Cuando el taxi que nos conducía a tía Elisa y a mí se detuvo ante aquella choza pequeñísima que Juana llamaba su casa, corrí a buscar a mi amiga, gritando su nombre. Aquella vivienda se parecía mucho a las cabañas que Santiago y yo construíamos, años atrás, con palos y hojas secas para jugar. Bene salió a recibirnos y Juana venía con ella. Tampoco esta vez pudimos hablar. Tía Elisa, que ni siquiera se había bajado del coche, me