sí mismo, de un ser fijado y hasta clavado para siempre, como un reo a su cruz, a su propia identidad, tal como el alma del débil moral ansiosamente necesita para disolver la turbación que le produce la idea de enfrentarse a una genuina responsabilidad moral, para aplacar el aprensivo sentimiento de indefensión e incertidumbre que le causa la imagen de lo ambiguo y lo mezclado, lo equívoco y lo fluido. Matado el perro, se acabó la duda. No hay