se sed de aventura, prostituyéndola en lugar de aplacarla. Y el placer que pudieran extraer de sus «aventuras» lo abarataban al hacer trofeo de él ante los demás, pagando así con vil ingratitud la generosidad de quien les pudiera haber concedido sus favores con menos tacañería de la habitual. Se hablaban unos a otros de sus aventuras, porque una vez que se tenía novia, de la novia ya no estaba bien visto contar nada. Se daba por supuesto que