El anciano sufí se interrumpe: la ceremonia ha terminado. Cuando se desvanece en la sombra, entre el eco sutil y dulcísimo de los tambores y flautas, un movimiento brusco del antebrazo doblado -fruto quizá de un desesperado ademán de retenerle, quizá de una ridícula tentativa de imitar su límpida ebriedad espiritual-, al volcar la lámpara de la mesilla contigua al sofá cama y hacerla caer estrepitosamente al suelo, devolverá de golpe a nuestro acongojado héroe a una inmisericorde y