manos descoloridas y enjutas -temeroso de detectar, contra toda lógica, los síntomas anunciadores de una abominable verruga-, revuelve a veces la pila de revistas y publicaciones hacinadas entre sus carpetas hasta dar con un marchito volumen de poesía, regresa al escritorio en el que acaba de redactar una nueva y desvergonzada carta a las modelos del Reverendo y procede a copiar en un cuaderno, con esmerada caligrafía, los divanes del místico sufí Yalaluddin Rumi a su maestro e iniciador Chams Tabrizi: