selas todo seguía igual, pero Miguel no tardó en detectar el hedor que la abuela despedía, sentada entre sus plantas. En aquella ocasión permaneció poco tiempo observandola, porque ella advirtió muy pronto su presencia y con un guiño enigmático le invitó a ocupar un sitio a su lado. «Ven, hijo mío, no vuelvas a entrar nunca en la casa. Muy pronto será pasto de las llamas, el fuego bíblico la devorará. Ven conmigo, hijo mío,