, en la nuca diminuta o entre los ojos. Se sentaba y lo apoyaba en su vientre, le contaba la última atrocidad de Onésima o le hablaba del extraño comportamiento de la abuela. El loro, de vez en cuando, gritaba ¡doblones de a ocho! y Miguel pronto aprendió a interpretar sus deseos e inquietudes por el tono y la cadencia de su voz. En una ocasión, mientras le decía que su madre ya no le parecía tan fascinante como en su