, astillas tan grandes como las que a menudo viera en la cuadra junto al tocón sobre el que se partía la leña y que le desgarraran la piel de las palmas, por cuyas cicatrices las lágrimas corrían también, totalmente incapaz de controlar el llanto, incluso de saber cuánto estaba llorando, como un niño; era un niño. -Soy un niño --pensó--. ¿Qué puedo hacer? -se dijo--. Estoy llorando, dios mío, qué va a