me sombra de una pelusa; pero algo debí de vislumbrar en la cara de Bermúdez, que me distrajo de tales consideraciones. Una extraordinaria ansiedad y fijeza de expresión había en el rostro que lenta, contenidamente, avanzaba hacia la reina. Murmuré: «Un tímido, un verdadero tímido.» No pasé por alto la espectacular disparidad entre los dos personajes que atraían mi atención: Bermúdez, como agarrotado por contracturas, y la reina, amplia, dorada, plácida. Según