David dudó entre seguirle y apoyarle en su disgusto por el rechazo que la madre hacía patente cada vez que la hermana de Madrid era nombrada; o bien quedarse con la madre, equilibrando la balanza que el peso y la fuerza y el prestigio del padre desnivelaban a diario. Y, sobre todo, quedarse para terminar el almuerzo del domingo, porque él sí tenía mucha hambre. CAPITULO SÉPTIMO I Nueva York, setiembre 1959 Querido David: Te devorarán.