De su otra mano colgaba una maleta, señal inequívoca de que su marcha había sido deliberada. Salí de mi habitación y, por primera vez, vi a tía Elisa derrumbarse en un llanto desesperado. También ella les había visto marcharse. Dos semanas más tarde volvió Santiago. No sé cuántas veces había salido yo a vigilar la carretera. Le esperaba atemorizada, adivinandole a lo lejos, esposado entre dos guardias civiles. Pues tía Elisa, al no poder localizar