todo, rigurosamente todo, había de ser consignado en el papel: cualquier tentativa de falseamiento estaba condenada al fracaso. Intentar mentir una vez más, recurrir a identificaciones ficticias y dar al lector zeta por erre -en una palabra, admitir la verdad de los telegrafistas a fin de ocultar mejor la de los carteros-- sería tan vano como acudir a la comisaría de policía para que desactivaran la carga explosiva unida al mecanismo cuenta atrás del reloj: sólo el maestro artificiero de los