gemir y a repetir con voz trabajosa: «No sé leer, no sé leer», ¿Por eso lloraba? ¿Por esa bobadita? No tenía más que haberle avisado y Miguel se lo habría leído, no le costaba nada, ¿quería que se lo leyera ahora? Le rodeó cariñosamente el cuello con un brazo y, hablandole al oído, le prometió que el próximo número del periódico lo harían juntos, no hacía falta que supiera escribir. Agus