niña, a la que otra vez le había tocado ser mi víctima. Nadie me dijo nada, aunque tampoco me aplaudieron. Sentí aquella indiferencia como un supremo desprecio a mi dolor. Me quedé sola en el jardín, viendolas alejarse, dandose consejos apresurados unas a otras para quitarle los pinchos a la niña. Pretendían embadurnarla de aceite para que salieran mejor. Sentí entonces que para toda la gente de este mundo Mari-Nieves siempre tendría la razón. Después