Elisa, que ni siquiera se había bajado del coche, me ordenó subir inmediatamente. Bene me siguió y se sentó frente a nosotras, en uno de los sillines plegables, mientras Juana se quedaba llorando en silencio, viendo cómo nos alejábamos. Yo observaba a Bene con curiosidad y con esa impertinencia que sólo los niños y algunos viejos se suelen permitir. Ella contemplaba con entusiasmo el árido paisaje que atravesábamos. Volvía la cabeza de un lado a otro como si cualquier detalle de