lado el vicio y poseído de la temeridad que la inocencia confiere a quien la practica con ganas, se abalanzó sobre nuestros perseguidores, quienes, paralizados por la perplejidad que lógicamente les producía aquella carga de monjes bravíos, no atinaron a reaccionar hasta que ya los santos varones les hubieron caído encima con revolotear de sayas, ondear de barbas y crujir de huesos. Dando gracias al cielo por aquella providencial ayuda con la que, a fuer de sincero, no había contado y siempre