serían aquéllas sus prendas personales, sino el uniforme que le proporcionaba el hotel. Tras breve ponderación decidí quedarme con ambos artículos. Lo propio hice con su reloj de pulsera y con el billete de avión que había de permitirme regresar a Barcelona. Rasgué luego un pedazo de sábana y con él borré de todas partes mis huellas digitales y las de cuantas personas hubieran plantado en aquella habitación sus manazas. Arrastré al camarero hasta la cama y lo dejé bien dormido en el