La rutinaria admonición de no abandonarse a las instituciones como si fuesen servomotores capaces de gobernarse por sí solos, supliendo la intervención de una conciencia vigilante, no se vuelve tan sólo a los que la sirven y regentan, sino más todavía al común de los mortales, apremiando de modo especial a los particulares para que depongan su empedernida inhibición social, su endémico absentismo ante los negocios públicos, y vuelvan a reconocerse en las instituciones, identificandose con su autoridad y