las fuerzas para más, los escalones que llevaban al piso de don Plutarquete. Llamé a la puerta y no contestó nadie. Insistí en balde. Presa de inquietud, arranqué uno de los apliques que iluminaban y embellecían el rellano y usando a modo de ganzúa los alambres que detrás del elegante artefacto asomaron, abrí. La sala era un campo de Agramante. Del escritorio donde el pobre anciano trabajaba en sus cosas con tanto contentamiento no quedaban sino astillas, hilachas de las cortinas