mudos, y veíamos brillar sobre los tejados, en la más alta de las agujas del Duomo, la estatua de oro de la Madonna. »Dejaste radicalmente de cantar. ¿Cómo podrías hacerlo? Sin embargo, a veces tocabas el piano con una extravagante intensidad. Inexplicablemente tus manos seguían conociendo cada nota, cada tecla. También hubiera querido huir de aquella música, como huía de tu voz hacia el fondo del jardín en los días que pasamos en Como. Hubiera