era ella, al menos eso creía yo. Claro que también sabía lo difícil que me iba a resultar deslindar, en sus informaciones, lo que pudiera ser real de lo que inevitablemente ella inventaría. Al fin la vi venir. Regresaba de la ciudad y, al descubrirme, se acercó a mí corriendo. Había encontrado unos zapatos muy viejos, de tacón alto, en un charco de agua. Los sacó de su cesta para mostrármelos. Aquello me impacientó, pues