prestar la menor atención a sus simplezas, aparcamos el coche delante de la taberna y entramos a preguntar dónde estaba el monasterio. Tras el mostrador no había nadie y a nuestros gritos respondió una voz proveniente de la trastienda, que nos invitó a pasar. Franqueamos una cortina hecha de chapas de San Miguel y nos encontramos en un salón de regulares proporciones, que presidía un televisor desde un podio tapizado por la senyera. El tabernero colocaba sillas en semicírculo frente al televisor. --