había tenido que abatir empalándola una y otra vez hasta llegar a lo más hondo y sentir toda su piel contra la suya, el goce vino como un látigo y se anegó en un balbuceo agradecido, en un ciego abrazo interminable. Apartando la cara del hueco del hombro de Janet, le buscó los ojos para decírselo, para agradecerle que al final hubiera callado; no podía sospechar otras razones para esa resistencia salvaje, ese debatirse que lo había obligado