a mí», y de nuevo aplicó el oído. Debió admitir que a veces lo inaudito ocurre: el corazón no latía. Tan perturbado estaba que sin comprender la trascendencia de sus actos, marcó en el teléfono un número y ordenó que le mandaran inmediatamente una ambulancia. Entonces advirtióelerror,peroseconsolópensandoquepor menos había reprimido un primer impulso de asomarse a la sala de espera y gritar: «¡Un médico! ¡Un médico! ¿No hay un médico entre ustedes?»