puro hastío y condenada a asentir, las polémicas sobre La Codorniz, que a veces alcanzaban un tono realmente virulento, servían de desagüe verbal al ardor de una juventud para la que estaba vedado otro tipo de discusiones más serias. Por fin podíamos quebrarel«silencioentusiasta»yentusiasmarnosenaltavoz por algo que no nos concernía directamente, que había venido a convertirse en una sustitución de la «res pública». Y desde las altas cumbres del monólogo oficial, se nos empezó