sacar la mano. El ve un pañuelo limpio sobre la mesita y lo apresa en su zarpa, acercandolo al rostro enmarcado por los negros cabellos esparcidos. Esa zarpa, adiestrada ya en la delicadeza por los botoncitos de Brunettino, enjuga las lágrimas restantes. La indecible sonrisafemeninaatraeirresistiblementealviejo. -Bruno, Bruno, puede ser contagioso -murmura ella sin mucha convicción, admirando esos dientes lobunos entre los labios ya modelados para la caricia. Al oír la