las alas desplegadas de un murciélago. Pero lo que más le impresionó fue que por aquella mano inmóvil que mantenía en alto resbalaban varias gotas de cera candente sin que él pareciera advertirlo. Pasado un momento de silencio, su voz sonó lúgubre: --¿Miguel? Elniñoasintióconlacabeza,altiempoquetragaba saliva, más asustado que nunca. Pero el hombre sonrió un instante y le acarició la mejilla. Como entre sueños, pudo Miguel ver de nuevo la