desesperación y de tal cuantía que no tuve valor para rehusarme a acompañarla. Y de esta guisa, ella presa de la zozobra y yo en braslip, entramos en el zaguán y subimos en el ascensor hasta el ático, aprovechando yoeltrayectoparapreguntarlequequésucedíay tratar de infundirle ánimos con palmadas afectuosas, bien que por toda respuesta a mis palabras y gestos sólo recibí entrecortados plañidos. Me bastó, pese a todo, trasponer el umbral de