que ver con el pañuelo rojo de Bene, ni con sus ademanes risueños, ni con su voz forzada a una alegría que estaba muy lejos de sentir. Me veía arrastrada por aquella marcha que yo misma, tontamente, había creído iniciar y que ahora no me atrevía a interrumpir. Para mí era evidente que aquello había dejado de ser una excursión. Cuando llegamos a los eucaliptos, Bene parecía no advertir que la noche nos envolvía, que ya no era hora de extender