a tanto afán y de haberme mostrado aquí y allá fogonazos de esperanza, me volvía a dejar proscrito, impecune y desnudo y, por si eso no bastara, aquejado de la más abyecta autocompasión. Pugné, pues, por alejar de mí tan lúgubres pensamientos, suspiré y le di un empellón a la cabezota de María Pandora que, apaisada sobre nuestras piernas, me estaba dejando entumidas las ingles. Tras lo cual recuperé mi talante habitual y pasamos a ponderar las contingencias