los y medio de altura, rematada por un engarce de pedrería que en manos del escultor se había convertido en perfecta imitación del pimentón y la anchoa. Con un dedo acabado en una uña roja y puntiaguda que en el contexto se me antojó amenazadora, apuntó la recepcionista a uno de los sofás para que en él tomáramos asiento y nos preguntó, cuando lo hubimos hecho, que cuál era nuestra gracia, a lo que respondí: --Dígale usted al señor Consejero Delegado