había puesto como fondo a su Gioconda. Era un atardecer sublime, ligeramente brumoso. Fue entonces cuando la radio del restaurante trajo inesperadamente la noticia. Francesca sacudió el brazo de Jano, intentó arrancarle de su somnolencia, para que reparase en aquella noticia tantas veces esperada. Pero pudo más la mansedumbre del paisaje y él no escuchó --no quiso escuchar-- la radio. El conocimiento de Francesca era ya para él una razón de peso, una razón suprema para olvidar definitivamente