selase a «recibir calabazas», un desaire bastante hiriente, por el que las chicas nunca tenían que pasar, y que tambaleaba la segurida de un hombre cuyos atractivos físicos nadie había encomiado delante de él, aunque pudiera estarlo deseando. La certeza de «gustar» a las mujeres no la tenían más que unos pocos. Recibir una declaración de amor, se contestara a ella afirmativa o negativamente, era ya para la muchacha una primera garantía de su puesta