entré a Pilar manejando con insolencia, como si gritara: «Abran paso, acá voy yo.» Es verdad que no había a quién gritar. Toda la gente debía de estar metida en su casa: era la hora de comer. A un transeúnte solitario le pregunté dónde quedaba la quinta de Ricaldoni. La explicación resultó demasiado larga para mi capacidad de atención. Consulté a un segundo transeúnte y todavía pasé un rato dando vueltas, antes de acertar con la quinta.