consultorio. Sentía una flojedad en las piernas, que atribuyó al hecho de no haber desayunado, y una inexplicable mezcla de aprensión y congoja. Aunque llevaba consigo la chequera, estaba resuelto a no empezar esa mañana el tratamiento. Se aferraba a la decisión, como a un salvavidas. Una enfermera abrió la puerta. En la sala había una mesa con teléfono, sillas alineadas contra las paredes, un cuadro, firmado Carrière, de una mujer que parecía una momia deshilachada,