sobra sabían los muchachos de natural tímido que aquella simiente «que la naturaleza regala al nacer», causante de rubores, tartamudeos, ojos huidizos y manos sudorosas, no pertenecía precisamente a la especie de las que a un hombre convenía cultivar. Si de un don innato se había convertido en un padecimiento vergonzante que pocos se atrevían a exhibir, la culpa la tenían en gran parte los colegas masculinos de esta hipócrita aplicadora de emplastos. Me refiero a los propagandistas a ultranza