El estómago herido no le concedió tregua y reclamó su lugar mordiendo la carne con vehemencia. Sintió húmedos los ojos y las mejillas y le pareció que no era pena ni desolación lo que le acongojaba sino algo tanto más imperioso que hubiera deseado no existir por no recibirlo, algo oscuro como un grito conocido y atroz. Brotaron las lágrimas, descontroladas, al percibir el sordo, solitario estremecimiento que lo siguió. Abandona el butacón a prisa. Avanza con los brazos abiertos.