Había llegado a creerse única víctima del carácter destemplado de la sirvienta. Sólo cambió de opinión varios días después, cuando el abuelo inició aquella serie de incursiones esporádicas. Al abuelo, naturalmente, no le gritaba: se limitaba a mirarle con enojo y darle la espalda refunfuñando. El se detenía un instante y la miraba con fijeza, como diciendo ésta es mi casa. Después abría su bolsa blanca de deporte, la llenaba con las cosas que cogía y se