la maraña. Son los adultos, me decía a mí misma, los que aún esconden en los caminos de su sangre miedos antiguos, transmitidos por padres y abuelos. La tarde iba cayendo sobre Connecticut y el silencio de América descendía de un cielo tapado por los árboles. Había cesado el lamento agridulce de la pareja que cantaba. Ella reía ya en brazos de otro hombre, y él se acercó a mí para decirme si en París, verdaderamente, sucedía que