ventana estaba abierta y el viento agitaba los visillos. La abuela le ofreció otras dos monedas semanales si se comprometía a rezar cada noche tres avemarías. Miguel miraba aquellas dos manos blancas con manchas diminutas y asentía en silencio. No podía dudar. Su tesoro iba a crecer desde ahora a razón de cuatro doblones por semana. La abuela sonreía débilmente mientras explicaba que no pueden ir al infierno quienes rezan tres avemarías cada noche, antes de acostarse. Miguel fingía escucharla,