mi ventana, otras un crujido de madera, un aliento helado sobre mi nuca o el roce apagado de un solo paso. Sus señales eran inaprehensibles. Sólo mi pánico era preciso, incuestionable. Y, no obstante, me atraía la idea de que aquel monstruo viniera a buscarme a mí y no a Bene. No quería saberme excluida del todo de aquel mundo en el que Santiago estaba en trance de ingresar. Pues él se aproximaba peligrosamente a ellos,