inmediatamente la cuenta al consternado camarero, se precipita a la calle con vivos deseos de vomitar. En previsión de ese tipo de encontronazos funestos, evita las zonas de peligro, asoma prudentemente la cabeza antes de doblar una esquina y si divisa a la gallarda y donosa estudiantina de barbas quevedescas entonando cla-ve-li-tos, cla-ve-li-tos, cla-ve-litos de mi corazón, da media vuelta, escapa con una ligereza excepcional a sus años, empuja y casi derriba a pacíficos transeúntes como si acabara de cometer una