su nombre. De nuevo, una inercia misteriosa le impedía andar. Las llamadas de sus amigos se hacían insistentes. Asomaban la cabeza por los cubos de basura, cantaban su afligida palinodia. El Maestro, no obstante, los condenaba sin recurso. Nadie podía nada por ellos y, voluntariamente alejados de la línea correcta que indicaba el Partido, conocían la índole inexorable de la pena: pudrirse para siempre, cada cual en su cubo, en el pestífero muladar de